BELLA ÉPOCA por ENRIQUE LIHN



Y los que fuimos tristes, sin saberlo, una vez,

antes de toda historia: un pueblo dividido

—remotamente próximos— entre infancias distintas.

Los que pagamos con la perplejidad nuestra forzada

permanencia

en el jardín cuando cerraban por una hora la casa,

y recibimos

los restos atormentados del amor bajo la especie de

una «santa paciencia»

o la ternura mezclada

al ramo de eucaliptus contra los sueños malsanos.

«Tú eres el único apoyo de tu pobre madre; ya ves

cómo ella se sacrifica por todos».

«Ahora vuelve a soñar con los ángeles». Quienes

pasamos el superfluo verano

de los parientes pobres, en la docilidad, bajo la

perversa mirada protectora

del gran tío y señor; los que asomamos la cara

para verlo

dar la orden de hachar a las bestias enfermas,

y el cabeceo luego

de su sueño asesino perfumado de duraznos.

Frágiles, solitarios, distraídos: «No se me ocurre

qué, doctor», pero obstinados

en esconder las manos en el miedo nocturno, y en

asociarnos al miedo

por la orina y a la culpa por el castigo paterno.

Los que vivimos en la ignorancia de las personas

mayores sumada a nuestra propia ignorancia,

en su temor a la noche y al sexo alimentado de

una vieja amargura

—restos de la comida que se arroja a los gorriones—.

«Tú recuerdas únicamente lo malo, no me

extraña:

es un viejo problema de la familia». Pero no,

los que fuimos

minuciosamente amados en la única y posible

extensión de la palabra

que nadie había dicho en cincuenta años a la redonda,

pequeñas caras impresas sellos de la alianza.

Sí, verdaderamente hijos de la buena voluntad, del

más cálido y riguroso estoicismo. Pero,

¿no es esto una prueba de amor, el

reconocimiento

del dolor silencioso que nos envuelve a todos?

Se transmite, junto a la mecedora y el reloj de

pared, esta inclinación a la mutua

ignorancia,

el hábito del claustro en que cada cual prueba,

solitariamente, una misma amargura. Los

que nos prometíamos

revelarnos el secreto de la generación en el día del

cumpleaños: versión limitada a la duda

sobre el vuelo de la cigüeña y al préstamo

de oscuras palabras sorprendidas en la

cocina, sólo a esto

como regalar un paquete de nísperos, o en casa

del avaro

la alegría del tónico que daban de postre.

«Han-fun-tan-pater-han»

Sí, el mismo pequeño ejemplar rizado según una

antigua costumbre, cabalgando, con gentil

seriedad, las interminables rodillas del

abuelo paterno.

(Y es el momento de recordarlo. Abuelo, abuelo que

según una antigua costumbre infundiste el

respeto temeroso entre tus hijos

por tu sola presencia orgullosa: las botas altas y el

chasquido del látigo para el paseo matinal

bajo los álamos.

Niño de unas tierras nevadas que volvieron por ti

en el secreto de la vejez solitaria

cuando los mayores eran ahora los otros y tú el hombre

que de pronto lloró

pues nadie lo escuchaba volver a sus historias.)

«Han-fun-tan-pater-han»

El mismo jinete de las viejas rodillas. «No hace

más de dos años; entonces se pensaba

que era un niño demasiado sensible».

Los primeros en sorprendernos de nuestros propios

arrebatos de cólera o crueldad

esa vez, cuando el cuchillo de cocina pasó sesgando

una mano sagrada

o la otra en que descuidamos las brasas en el suelo,

en el lugar de los juegos descalzos;

flagrantes victimarios de mariposas embotelladas:

muerte por agua yodurada, aplastamiento de las

larvas sobre la hierba y caza

de la lagartija en complicidad con el autor de la

muerte

por inflación en el balde. Muerte por emparejamiento

de las grandes arañas en el claustro de vidrio, y

repentinamente la violencia

con los juguetes esperados durante el año entero.

«Se necesita una paciencia de santa».

Los que habíamos aprendido a entrar en puntillas

al salón de la abuela materna; a no

movernos demasiado, a guardar un silencio

reverente: supuesta inclinación

a los recuerdos de la Bella Época ofrecidos al cielo

sin una mota de polvo junto al examen de

conciencia y al trabajo infatigable en el

hormiguero vacío

y limpio, limpio, limpio como el interior de un

espejo que se trapeara por dentro: cada

cosa numerada, distinta, solitaria.

Los últimos llamados en el orden del tiempo, pero

los primeros en restablecer la eternidad,

«Dios lo quiera»,

en el desorden del mundo, nada menos que esto;

mientras recortábamos y pegoteábamos

papeles de colores:

estigmas de San Francisco y cabelleras de Santa Clara

—gente descalza en paisajes nevados—,

y se nos colmaba, cada vez, de un regalo diferente:

alegorías de un amor Victoriano:

la máquina de escribir y la vitrola. Los que nos

educamos en esta especie de amor a lo

divino, en el peso de la predestinación y

en el aseo de las uñas;

huéspedes respetuosos y respetados a los seis años;

confidentes de una angustia sutil,

discípulos suyos en teología.

Listos, desde el primer momento, para el cocimiento

en el horno de la fe atizado por Dios y

por el Diablo, bien mezclada la harina

a una dosis quizá excesiva de levadura;

rápidamente inflados al calor del catecismo. Los

que, en lugar de las poluciones nocturnas,

conocimos el éxtasis, la ansiedad por asistir

a la Misa del Gallo, el afán proselitista

de los misioneros, el miedo

a perder en la eternidad a los seres queridos, el

vértigo de la eternidad cogido al borde

del alma: un resfrío abisal, crónico

e inefable;

inocuos remordimientos de conciencia como los

dolores de los dientes de leche; el incipiente

placer de la autotortura

bajo un disfraz crecedor, con las alas hasta el suelo.

En el futuro la brevedad de un Nietzche de

manteca, cocinado en sí mismo; el tránsito

de Weininger perseguido por un fantasma

sin alma. Ahora el lento girar en torno

a la crucifixión,

oprimidos en el corazón, Adelgazados en la sangre.

Caldeados en el aliento.


daniel rojas pachas

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